
Jorge J. Villasmil Espinoza
Presentación
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Rusia no sean simples disidentes, sino portadores de modelos alternativos
de orden internacional. Cordeiro y Paulino (2017) sostienen que ambos
Estados ofrecen proyectos autoritarios dotados de coherencia interna, lo
que contrasta con el desgaste ético del occidente liberal, debilitado también
ante un Sur Global que ya no confía en sus promesas incumplidas.
El debilitamiento de Occidente se reeja en la obliteración silenciosa de
los derechos humanos, un fenómeno que avanza sin ruptura formal. Los
regímenes neo-autoritarios no eliminan los derechos de sus constituciones,
pero los vacían de exigibilidad. Como anticipó Foucault (1995), la tecnología
se convierte en instrumento de un poder difuso que suplanta la represión
clásica por la vigilancia automatizada. Los algoritmos que predicen
comportamientos y rastrean disidencias instauran un control social
sosticado, anulando los espacios donde antes germinaba la resistencia
política y debilitando la capacidad ciudadana para cuestionar al Estado.
Las consecuencias humanitarias de este giro autoritario son evidentes.
El Salvador, bajo Nayib Bukele, ejemplica un experimento contemporáneo
que, según Maydeu-Olivares (2023), emplea la retórica de la “guerra contra
las pandillas” para justicar detenciones masivas sin debido proceso. Por su
parte, China muestra cómo el control total puede coexistir con modernidad
y eciencia: en Xinjiang, los uigures son sometidos, como documenta
Human Rights Watch (2025), a un régimen de vigilancia, reeducación y
represión sistemática. En ambos casos, la dignidad humana, fundamento
de la losofía política moderna, se convierte en un privilegio restringido por
sistemas automatizados que tratan vidas como datos sin identidad.
En el mundo actual, el posible ascenso de una supremacía sino-rusa
transformaría la arquitectura global. China, apoyada en su poder económico
y tecnológico, expandiría su modelo de “armonía social controlada” a través
de la Organización de Cooperación de Shanghái, que reúne más del 40% de
la población mundial y una cuarta parte del PIB global (El Gran Continente,
2025). Rusia fortalecería su inuencia en Europa Oriental mientras Pekín
consolidaría su presencia en África mediante inversión y endeudamiento
estratégico (Instituto para el Desarrollo de Sociedades Humanas, 2024). La
ONU sería relegada a una función ceremonial, substituida por la diplomacia
de potencias, en un retorno a la lógica imperial del siglo XIX.
Ante este escenario, las implicaciones son losócas y civilizatorias.
El neo-autoritarismo encarna, como advierte Sánchez (2025), una nueva
apuesta civilizatoria: un mundo seguro, pero vigilado; funcional, pero
sin libertad auténtica. Si se consolida, presenciaríamos la extinción del
proyecto democrático-liberal que mantuvo viva la aspiración de una
humanidad autodeterminada. Sin embargo, la historia rara vez se cierra
denitivamente. Las contradicciones del poder autoritario podrían
engendrar su propia superación, y la humanidad, cansada de la injusticia
y el control, quizá vuelva a armar que otro mundo no solo es posible, sino
inevitable.