Volumen 34 No. 4 (Octubre-Diciembre) 2025, pp. 96-115

ISSN 1315-0006. Depósito legal pp 199202zu44

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.16950353

Tensiones en la protección laboral e individualización de los riesgos. Las temporeras de la agroindustria en el Valle Central de Chile1

Pamela Caro* y Lorena Armijo**

Resumen

En un escenario de crecimiento de cultivos frutícolas de exportación, el artículo aborda las tensiones experimentadas por trabajadoras asalariadas de la agroindustria en materia de protección laboral y de seguridad social, así como la tendencia a la mercantilización e individualización de los riesgos del trabajo, en un contexto en que perciben y se relacionan con el Estado más bien como receptoras de apoyos asistenciales más que desde una identidad trabajadora. En base a un análisis cualitativo a 21 temporeras chilenas que habitan en Maule y O´Higgins e informantes clave, se concluye a) que la precariedad y desprotección laboral tiene efectos desiguales para las mujeres por razones de género, considerándolas un recurso fácilmente reemplazable; b) que persiste una tendencia a la privatización (familiarización) e individualización precaria de los riesgos derivados del trabajo; y c) que los dispositivos públicos de protección laboral y social con los que se vinculan, atienden más a su condición de madres en situaciones de vulnerabilidad social o pobreza que a su condición de asalariadas parte del mercado laboral agrícola. A pesar de que existe una historia de más de tres décadas en la actividad, en un contexto de incertidumbre e inestabilidad laboral estructural, se presenta una fragilidad en la estabilidad del reconocimiento como trabajadoras productivas y sus singularidades

Palabras clave: Protección; Reconocimiento; Temporeras agroindustriales; Género; Chile

*Universidad Santo Tomás. Santiago, Chile. ORCID: 0000-0001-8177-9295. E-mail: pamelacaro1@santotomas.cl

**Universidad Cardenal Silva Henríquez. Santiago, Chile. ORCID: 0000-0003-4980-9524. E-mail: larmijog@ucsh.cl

Recibido:15/04/2025 Aceptado: 14/07/2025

Tensions in labor protection and individualization of risks: Seasonal agro-industrial workers in Chile’s Central Valley

Abstract

In a context of growing export fruit crops, this article addresses the tensions experienced by salaried women workers in the agroindustry regarding labor protection and social security, as well as the tendency toward the mercantilization and individualization of occupational risks. This is in a context in which they perceive and relate to the State more as recipients of welfare support than as workers. Based on a qualitative analysis of 20 Chilean early childhood workers living in Maule and O’Higgins, along with key informants, the following conclusion is drawn: a) that job insecurity and lack of protection have unequal effects on women due to gender, considering them an easily replaceable resource; b) that there persists a trend toward privatization (familiarization) and precarious individualization of work-related risks; and c) that the public labor and social protection mechanisms they are associated with focus more on their status as mothers in situations of social vulnerability or poverty than on their status as wage earners in the agricultural labor market. Despite more than three decades of experience in the industry, in the context of structural labor uncertainty and instability, there is a fragility in the stability of their recognition as productive workers and their unique characteristics

Keyswords: Social protection; Recognition; Agriculture Seasonal workers; Gender

Introducción

El presente artículo aborda como problema de investigación las tensiones que se suscitan respecto a la protección laboral y falta de políticas públicas específicas al sector, así como la tendencia hacia la mercantilización e individualización de los riesgos derivados del trabajo productivo, en un contexto histórico de flexibilidad y desregulación laboral en la agroindustria, en una franja trabajadora que se reconoce como precarizada. El objetivo específico que buscó responder la investigación empírica que está a la base de este artículo fue conocer desde la perspectiva de asalariadas temporales de la agroindustria e informantes claves de territorios con alta presencia de monocultivos, respecto de cómo hacen frente a las situaciones de débil protección laboral (inestabilidad, informalidad y pluriiserción) en dichos escenarios y qué visión tienen del papel que juega el Estado en la promoción de la protección o como garante de los derechos laborales.

La investigación empírica se realizó en base a entrevistas cualitativas realizadas entre los años 2021 y 2024, en O´Higgins y Maule, principales regiones frutícolas a un total de 20 trabajadoras temporeras (jornaleras) chilenas2 e informantes claves (líderes territoriales y sindicales y profesionales del área social de nivel local). De acuerdo con el Boletín de la Fruta de la Oficina de Estudios y Políticas Agrarias (ODEPA) del gobierno de Chile, las regiones mencionadas concentran el 51,2% del total de la superficie frutal del año 2024, la que se empina en 372.576 ha, que equivale a un 76% más que en el 2004 (211.614 ha), evidenciando el amplio crecimiento de este sector de la economía.

La reestructuración económico-productiva en la zona central de Chile desde hace más de tres décadas, se ha ido orientando a la exportación de frutas frescas, enraizando una transformación del trabajo y los territorios hacia la concentración de monocultivos de especies frutales, que se conforman en función de la demanda de mercados internacionales. Se trata de procesos que han sido descritos como “colonización de cultivos” (Valdés, 2021). La agroindustria en Chile y América Latina sigue un modelo de negocio basado en el cambio del uso del suelo hacia el monocultivo, lo que genera nichos laborales principalmente dedicados a la cosecha, y que conlleva un deterioro de las condiciones laborales de la población campesina y urbana empobrecida, que se constituye en un grupo cautivo para trabajar temporalmente, pues se trata de una mano de obra que está en sus espacios habituales de subsistencia (Bengoa, 2020). Esta mano de obra se inserta en condiciones de precariedad y, en la mayoría de los casos, se prescinde de contratar empleo permanente.

Desde una perspectiva histórica, en las comunas rurales se ha reemplazado el antiguo sistema hacienda-comunidad por el sistema agroindustria-comunidad (Valdés, 2022), donde la circulación de capital agroindustrial tiene lugar en contextos donde conviven comunidades campesinas que se asalarizan cada vez más y agentes estatales con presencia a nivel local. La literatura indica que se ha dado paso a una agricultura postfordista o neofordista (Lara, 2010; Carton de Grammont, 2021) o también llamada agronegocio (Olea y Baeza, 2022) con enclaves de población periférica feminizada, como también se ha documentado en otros países del continente como Uruguay (Cardeillac, et al, 2020) y recientemente empobrecida extranjera (Valdés, 2022), que se suma a la descampesinizada -por desposesión de tierras como medios de producción- (Almonacid, 2020) y desagrarizada.

El artículo se organiza de la siguiente manera. En primer lugar, se presenta un marco de referencia sobre las implicancias del neoliberalismo agroexportador y sobre el debate teórico en torno a las nociones de protección. En segundo lugar, se da a conocer la opción metodológica asumida en la realización de la investigación. En tercer lugar, se exponen los principales resultados y hallazgos. Y, en cuarto lugar, se da cuenta de la discusión y conclusiones.

Marco de referencia

Implicancias del neoliberalismo agrícola

Estudios previos indican que la tendencia a la “reprimarización” de las economías ha propiciado una cultura de privilegios y concentración de la riqueza y el poder político (Cepal, 2022), que en el sector agrícola se traduce en una mayor concentración de la propiedad de la tierra y del capital (Piñeiro, 2014, en Migliaro, et al. 2020). En Latinoamérica y Chile, los gobiernos esquivaron el debate sobre las consecuencias o daños del modelo extractivista exportador, priorizando por una visión productivista del desarrollo, minimizando las nuevas asimetrías e ijusticias ambientales, territoriales y socioeconómicas de la exportación de materias primas a gran escala (Svanpa, 2019).

La separación del espacio de producción -trabajo agrícola- del espacio de reproducción ha sido una de las transformaciones descritas, que implica, la urbanización de los asentamientos rurales y la emergencia de un paisaje rural más homogéneo a partir del monocultivo (Gac y Miranda, 2019). En la actualidad, las personas que trabajan en el campo también viven en un tipo de ciudad agrario que no termina de identificarse ni con el campo ni con las metrópolis. Por ello, el término agrópolis resulta útil, ya que se define como una «red pluricentrada» donde coexisten poblamientos rurales y urbanos interconectados, de densidades distintas, incorporados dentro del proceso productivo agroindustrial con una economía basada en la producción primaria de bajo valor agregado o bio primaria (Canales & Canales, 2013; Canales & Hernández, 2011).

Los monocultivos, junto con la reducción del acceso a la tierra, el agua y los recursos naturales por parte del campesinado, vulneran su derecho al autocultivo y generan una presión sobre el sistema natural, con efectos ambientales, pero también, y esto es lo que nos interesa en este artículo, efectos de carácter laboral (Olea y Baeza, 2021; Valdés, 2023; Cerda, 2022; Anamuri, 2012). Entre otras cosas, las nuevas desigualdades están vinculadas a la disputa por el espacio productivo y reproductivo, y a cambios en las identidades de sus habitantes, que son cada vez más urbanos y asalariados (Gac & Miranda, 2019). Sin embargo, paradójicamente, la reconversión productiva implicó la incorporación de las mujeres al mercado laboral asalariado en condiciones de precariedad, lo que modificó la estructura de ingresos familiares y su posición dentro de las familias (Valdés, 2021b).

Los ritmos impuestos por la biotecnología, que benefician los procesos de acumulación de riqueza (Cerda, 2022; Olea & Baeza, 2022) reducen la oferta laboral a menos meses al año, especialmente cuando los territorios se concentran en uno o muy pocos cultivos. Las estimaciones de la encuesta de caracterización sociodemográfica nacional CASEN 2022 indican que la temporalidad en la condición contractual (acuerdo o contrato a plazo fijo o por término de faena) es proporcionalmente más alta en las mujeres, equivalente al 71%, que, en los hombres, que es del 57%, lo que evidencia que la inestabilidad en el acceso al empleo asalariado es mayor para ellas que para los hombres. La información de la serie de encuestas CASEN muestra que en las últimas tres décadas la feminización del mercado laboral agrícola ha ido en aumento, aunque en un contexto de mayor desregulación. Entre 1990 y 2022, la participación de las mujeres en la fuerza laboral asalariada creció un 140 %. Dado que se aspira a contar con mano de obra completa para un empleo estacional y en condiciones precarizantes (Valdés, 2022), se recurre a la contratación de mujeres y migrantes como estrategia para reducir los costos salariales, así como para frenar la sindicalización y la confrontación capital-trabajo (Piñeiro, 2020; Valdés, 2022). Los enfoques de género y migración, nos permitiría un análisis interseccional (Crenshaw, 1989). De acuerdo con la encuesta CASEN 2022, el tipo de mujeres que accede al empleo temporal agroindustrial y especialmente frutícola es mayoritariamente chilenas de edad adulta media, en promedio 40 años. El 12,5% de quienes trabajan en ocupaciones elementales, entre el universo de las mujeres, son migrantes3.

Protección, reconocimiento y riesgos

El debate histórico global sobre la protección social, y más concretamente sobre la protección de los/as trabajadores/as, ha oscilado desde tendencias hacia la mercantilización capitalista de la fuerza de trabajo hasta el otorgamiento de bienestar social. Este último se entiende como protección del Estado frente a los riesgos laborales, en el marco de derechos sociales básicos, como las pensiones de jubilación, seguros contra accidentes y enfermedades o subsidios de desempleo (Esping-Andersen, 1993, 2000). En los modelos liberales, el Estado asume un papel más marginal y centra sus medidas de protección social en la pobreza, prescindiendo de una visión de protección social universal (Esping-Andersen, 1993). En países de América Latina, algunos/as autores/as han optado por términos como «regímenes de política social» o «Estado social de Derecho» (Ubasart y Minteguiaga, 2017).

Desde una mirada histórica globalizada, autores europeos han sostenido que el debilitamiento del Estado social como regulador de la economía ha provocado la fragilización del aseguramiento de la protección social, lo que ha dado paso a la «desafiliación» laboral entendida como disociación, descualificación o invalidación social (Castel, 1997; Paugam, 2012; Paugam y Vendramin, 2020). Categorías que no resultan extrañas a realidades latinoamericanas, con experiencias e historias desde antaño de empleos no protegidos en el mercado laboral, como ha ocurrido con la agricultura. Sin embargo, y en el marco de los diagnósticos previos, sigue siendo una preocupación de la sociedad global la importancia de proteger el trabajo, como defiende actualmente el Objetivo de Desarrollo Sostenible número 8, llamado «Trabajo Decente y Crecimiento Económico» (Naciones Unidas, 2023), que considera esenciales la seguridad en las condiciones de trabajo, la protección social y la estabilidad en el empleo.

Desde el punto de vista de género, ha habido matices en las visiones respecto al papel que deberían tener las mujeres en la provisión económica familiar y en el mercado laboral. Cada vez es más recomendable que los sistemas de protección social fomenten la igualdad de género en los mercados laborales y en los trabajos no remunerados, con el fin de obtener, entre otras cosas, derechos jubilatorios equivalentes para ambos, mujeres y hombres trabajadores (Arza, 2017).

En Chile, tras las políticas de ajuste estructural de finales de los setenta, se fue consolidando la disminución del gasto social, la desregulación de los mercados y el aumento de la flexibilidad laboral. De hecho, los inicios de la fruticultura de exportación se dan en un contexto de escaso rol del Estado como estabilizador de la economía y garante de derechos, iniciado con el Plan Laboral de 1979 que institucionalizó una fuerte liberalización de las relaciones laborales (Araujo y Martucelli, 2012), la cual se mantiene en sus puntos centrales hasta el presente, aun con las reformas sucesivas generadas por los gobiernos democráticos. Esta situación evidencia una tendencia a la privatización y mercantilización de la protección social, así como de diversas áreas de la vida social (Harvey, 2007) y a una individualización de las condiciones laborales (Araujo y Martuccelli, 2012). El trabajo precario en la agroindustria chilena y latinoamericana ha ido de la mano de la desigualdad social, reflejada en alta inestabilidad del trabajo, especialmente para las personas con menos calificación educativa (Carton de Grammont, 2021; Valdés, 2023), como son las mujeres adultas que trabajan en la agroindustria de zonas rurales y rururbanas de la zona central de Chile. La ausencia de protección laboral se ha expresado en concreto en informalidad contractual, incertidumbre frente a la continuidad laboral y salario, así como la ausencia de prestaciones sociales derivadas del trabajo (Carton de Grammont, 2021). Igualmente se refleja en una alta individualización y vulnerabilidad para hacer frente a los riesgos (Martínez 2007). En el debate en torno a la protección, nos parece pertinente el uso del término desmesura laboral, propuesto por Araujo y Martuccelli (2012) refiriéndose a la expresión individual de sobreexigencia, trasgrediendo límites propios como exigencias encarnadas de manera singular, en ocasiones en extremo, para enfrentar los desafíos comunes ocurridos en el espacio del trabajo productivo (Araujo y Matuccelli, 2012) y los otros espacios con los que esta “prueba societal”, entendiendo así a la inserción laboral, se relaciona. En el caso de la agroindustria en aspectos que incluyen la sobrecarga física y de salud, pues se insertan en una realidad estructural más amplia que hace que los individuos se produzcan con otros recursos que están por fuera de los institucionales; a lo que se suma la competencia altamente presente como pilar del neoliberalismo (Araujo y Matuccelli, 2012).

Para Paugam (2012) la protección laboral también implica vínculo social. Y la fuerza del vínculo de participación orgánica con el mercado laboral se juega en su seno mismo, en la certeza de la integración laboral, de un futuro previsible y esperanzador, de un salario decente y una seguridad (Paugam, 2012).

Finalmente, la protección laboral se entrelaza con el reconocimiento (Paugam, 2012; Honneth, 2006), siendo la cara opuesta de la precarización. La búsqueda de reconocimiento complementa las condiciones objetivas del empleo. No solo busca superar las experiencias subjetivas de humillación moral, sino también la necesidad de autorrealización personal a partir de las experiencias de relaciones de reconocimiento recíproco (Honneth, 2006) que concurren en el ámbito laboral. Un estudio previo reciente en Uruguay en el sector de la agroindustria concluye que la mercantilización trae aparejado la falta de reconocimiento expresado en la naturalización de una relación de trabajo con rasgos de deshumanización y percepción de la existencia de vidas menospreciadas (Cardeillac y Rodriguez, 2022).

Antecedentes de acciones públicas de soporte a temporeras en Chile

El retorno a la democracia en Chile a principios de los noventa coincide con el aumento de las agroexportaciones. Frente a dicha realidad, en 1992 se creó el Programa Mujeres Temporeras del Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM), actualmente Servicio Nacional de la Mujer y Equidad de Género (SERNAMEG), que tuvo cinco componentes, reconociendo a las asalariadas temporales en su condición de trabajadoras, aunque sólo ejercieran dicha calidad unos meses al año. Los componentes eran: 1) Centros de Atención a Hijos/as de Mujeres Trabajadoras Temporeras (CAHMT); 2) Difusión de derechos laborales; 3) Exámenes preventivos de salud y difusión de derechos en salud ocupacional y prevención de riesgos por exposición a pesticidas; 4) Nivelación de estudios; y 5) Capacitación en género (DIPRES, 2000). Posteriormente a su instalación y al liderazgo que tuvo la institucionalidad de género en su diseño e implementación, el programa termina en la década del 2000 y sólo uno de sus componentes fue transferido al actual Ministerio de Desarrollo Social y Familias, bajo el nombre Centros para hijos/as de cuidadores principales temporeros, que proveen establecimientos educaciones en vacaciones de verano para el cuidado de niños/as. Su debilidad es que se reduce a los meses de enero y febrero, así como a niños/as entre 6 y 12 años4, y no atiende la necesidad de las trabajadoras que se insertan en un trabajo hiperflexible en horario (esto exclusivamente en los trabajos de packing), con jornadas desincronizadas con las necesidades de cuidado infantil, pues los huertos comienzan la cosecha a partir de las 5.30 AM y en packing los turnos son rotativos en día y noche y continuos durante el auge de la temporada. Estos tiempos además aumentan cuando a las horas de trabajo se le suma el lapso de traslado, pues se va rotando de comunas para extender el período del trabajo.

A los derechos de protección laboral para el conjunto de la población trabajadora, regulados en el actual Código del Trabajo (2025), como el contrato, el salario mínimo, el descanso, las condiciones de higiene y seguridad laboral, el pago de las cotizaciones previsionales y del seguro de accidentes y enfermedades profesionales, entre otros, para los/as temporeros/as agrícolas, se adiciona derechos especiales. a) el derecho a transporte cuando la distancia entre el domicilio y el lugar de trabajo supere los 3 kilómetros y no haya medios de transporte público; b) el otorgamiento de condiciones higiénicas para la preparación y consumo de alimentos y de alojamiento si la faena está alejada de su residencia; y c) medidas de seguridad para protegerse de los plaguicidas (artículo 95 del Código del Trabajo, marzo de 2025). Recientemente, en 2024 entró en vigor la Ley Karin, que busca prevenir, sancionar y erradicar el acoso y la violencia en el trabajo. Según la Superintendencia de Seguridad Social (SUSESO), los campamentos se considerarían parte del lugar de trabajo, ya que constituyen una entidad integrante de la unidad productiva5. Ello redundaría en la obligación de los empleadores del sector de incluir un protocolo.

Metodología

El presente artículo aborda el problema de investigación a partir del análisis de los relatos de un total de 21 entrevistas en profundidad realizadas a temporeras chilenas que habitan en las regiones de Maule y O’Higgins, en la zona central del país (en las comunas de Sagrada Familia, Molina, Rengo, Teno, Romeral, Las Cabras y Rosario) y de 8 entrevistas semiestructuradas realizadas a informantes clave (dirigentes sindicales y sociales, profesionales de organismos municipales de servicios de salud, asistencia social y migraciones, comerciantes y representantes de la iglesia) en el contexto de una línea de investigación que aborda la precariedad productiva y reproductiva de las temporeras de la agroindustria en Chile. Además, se utilizó la técnica de observación no participante en lugares públicos de las zonas donde se realizó el trabajo de campo.

Las entrevistas fueron grabadas y transcritas, y se utilizó la técnica de análisis de contenido mediante una matriz de vaciado. La investigación fue aprobada por el Comité de Ética de la universidad donde se lleva a cabo. Para las entrevistas, se utilizó un consentimiento informado previo, en el que se especificaba que la participación era voluntaria y que la información sería confidencial.

El guion de las entrevistas para las temporeras y para las personas informantes clave abordó temas relacionados con el trabajo productivo y la protección laboral, el reconocimiento social, la difusión y fiscalización del cumplimiento de las condiciones laborales, las estrategias para hacer frente a la desprotección laboral y la relación entre el Estado y las trabajadoras. Temas incluidos en los debates sobre la mercantilización e individualización de los riesgos laborales y sobre el papel del Estado en materia de protección laboral y social del sector.

Resultados

1. Reducción del período de trabajo, incerteza salarial y sobreesfuerzo como expresiones de débil protección: “Ir a trabajar a ciegas”

Los relatos de las entrevistadas refuerzan que, en un contexto de exacerbación del monocultivo y de acceso a menos ofertas laborales diversificadas a lo largo de la temporada agrícola, se produce un anclaje de un modelo de trabajo basado en una oferta acotada en tiempo (dado que el suelo agrícola se ha concentrado en menos cultivos), cuya conveniencia para quienes se incorporan al mercado laboral se sostiene únicamente en la intensificación del rendimiento individual en cada vez períodos de tiempo más breves, lo que según sus relatos merma la capacidad de exigir alzas por el pago unitario entre una temporada y otra. La forma de pago extendida en la temporada de cosecha es el “trato”, por unidad de medida, monto que varía de huerto en huerto. La única manera de ganar más es aumentando la velocidad con que se cosecha. Aunque supera el mínimo legal, se debe considerar que sólo abarca un período acotado de tiempo, por lo que, al anualizarlo, es inferior al salario mínimo. Tal como se evidencia en el siguiente testimonio, la percepción del reconocimiento salarial, en el marco de la protección salarial, se debilita.

“Entre más trabajas más te pagan, pero más te pagan entre comillas, porque en realidad ves lo que ganabas el año pasado en comparación a este año y ni siquiera subieron cinco pesos ¿me entiendes? y el esfuerzo que tiene que hacer para llegar debe ser el doble o el triple” (ex temporera, profesional del área social).

El principal atractivo para quienes se trasladan durante los cortos períodos de cosecha (de otras ciudades de Chile o de otros países) es el salario autoconstruido bajo la modalidad de pago por unidad de medida (a trato o a destajo). Lo anterior ha implicado un aumento sostenido de la proporción de extranjeros/as en las labores frutícolas, pues según datos de la CASEN en 2017 eran el 3,7% de la fuerza laboral en la agricultura, pero en la encuesta CASEN 2022 ya se elevaban al 9% considerando hombres y mujeres.

Desde narrativas críticas y autocríticas que provienen de mujeres con experiencia en organizaciones de defensa de los derechos laborales, se reivindica por una agricultura y fruticultura más biodiversa, que al contrario del monocultivo, permita ampliar los meses de trabajo asalariado agrícola, que no dirija la tensión hacia la lógica del rendimiento individual exacerbado, cada vez más normalizado, que, en contextos de baja densidad de organizaciones sociales y sindicales, se asume como un desafío personal o individual y no societal o colectivo.

“No debemos naturalizar este tipo de trabajo (a trato), porque nos autoexplotamos. De los meses que no tenemos trabajo, ¿quién se hace cargo? Yo no pedí que pusieran solo ese tipo de cultivo en este lugar” (dirigenta sindical).

Se desprende que trabajar en la fruticultura, especialmente en la cosecha —aunque no exclusivamente— es «ir a trabajar a ciegas», pues nunca se sabe con exactitud cuánto se va a ganar, lo que constituye un elemento de baja protección salarial y, en consecuencia, laboral. Sus ingresos dependen de la carga de fruta que tengan los árboles, de su disposición en los huertos, de su altura, de las condiciones de pendiente o irregularidad del suelo donde se apoyan los pisos, «loros» (en jerga frutícola) o escaleras, o del clima. Se alertan de experiencias de desinformación gestionada principalmente por contratistas agrícolas que intermedian en la relación laboral entre oferta y demanda de empleo e instalan una incertidumbre inquietante para las trabajadoras respecto al conocimiento de las condiciones salariales antes de empezar a trabajar. En un contexto de pago por unidad de medida, se debilita el derecho a saber con la mayor exactitud posible el monto unitario antes de comenzar a trabajar, por ejemplo, por gamela, tarro o balde, que, dependiendo de su tamaño y densidad, permita estimar un salario final con mayor precisión. La incertidumbre también se extiende al propio ejercicio del trabajo.

“La paga es mala, porque una tiene que trabajar harto para hacer un tanto de plata ... porque cuando hay harta uva ahí se corta harta uva y ahí gana uno, cuando no hay no gana na´ mucho, a veces pasan a buscar a gente, a veces no van a buscar a gente, quedamos paradas ahí “ (Temporera 2).

En el caso de las trabajadoras con quienes se pacta un pago por jornal o día, con jornadas de 8 o 9 horas diarias (siendo el máximo actualmente en Chile de 44 horas semanales), si bien existe certeza del monto mensual a obtener, el problema identificado por éstas son los bajos montos, siendo su principal demanda el aumento de las remuneraciones. Expresan simbólicamente una percepción de desvalorización respecto a otros sectores de la economía, que conlleva un bajo reconocimiento social del trabajo.

“Que nos aumenten más el sueldo, encuentro que la misma gente trabaja tanto en el campo, para ganar una miseria, la gente que trabaja en oficina gana el doble, y la gente en el campo, es harto sacrificio” (Temporera 1).

Finalmente, en este plano, la sobreexigencia se expresa en pluriinserción, como por ejemplo trabajar durante las vacaciones de un empleo en el sector servicios o en el mismo agro, en labores estacionales de cosecha de fruta, las que incluso, realizadas en contexto de pandemia, se justificaban en la necesidad de contar con mayores recursos para hacer frente a la incertidumbre que conminó la emergencia sanitaria; o bien trabajar de día en un huerto y de noche en un packing, con jornadas que superan las 16 horas.

“Fui y trabajé todo ese mes y no descansé… ¿para qué me paro si yo necesito trabajar? Estábamos en pandemia y necesito lucas’ “ (Temporera 3).

2. Invisibilidad e informalidad contractual como falta de protección y reconocimiento. “Una es un número”

La comunidad vinculada al trabajo agrícola temporal percibe al mundo empleador, incluyendo a los contratistas (que en Chile son intermediarios entre la fuerza de trabajo y el empleador), desde la falta de reconocimiento social (Honneth, 2006), que tiene dos expresiones. Por un lado, la invisibilidad de las particularidades individuales de las personas que trabajan bajo su dependencia, que incluye desconocer información sociodemográfica sobre su cuadrilla, singularidades vinculadas a características parentales de la dotación, y lo que es más preocupante, la forma en que las madres trabajadoras concilian familia y trabajo, aspecto que es sensible para ellas y clave para considerar desde una perspectiva de género. Estiman que son visibles como mano de obra y costo de producción, fácilmente reemplazable. Las trabajadoras indican que se sienten un número más y que es muy probable que sus empleadores (intermediarios o empresas), representados por los contratistas o jefes de huerto o packing, desconozcan hasta sus nombres.

“Una es un número solamente, un puesto que hay que ocupar y nada más … no se siente un afecto, nada con los superiores, entonces uno va, hace su pega y se viene” (Temporera 5).

La inexistencia o escasez de reconocimiento dentro del lugar de trabajo se expresa en la ausencia de relaciones sociales nutritivas que alimenten la dimensión humana de las relaciones sociales que se suscitan a propósito del trabajo.

Por su parte, la informalidad contractual, que según los datos de la encuesta CASEN 2022 afecta al 43 % del total de temporeros y temporeras, conlleva condiciones laborales deficitarias. Las entrevistadas identificaron este aspecto y lo interpretaron como una segunda expresión de la falta de reconocimiento y de la falta de autorreconocimiento. Realidades que se experimentan u observan con una débil criticidad o capacidad ciudadana de transformarlas en denuncias, dado los cada vez más breves períodos de empleo que trae consigo el monocultivo. Podría constituirse en una realidad compartida o similar a lo analizado por Sennett (2000), quien la describe como una suerte de adaptación a la flexibilidad, entendida desde la «corrosión del carácter» de las personas, como consecuencia de la fragmentación que genera la precariedad laboral e inseguridad.

La informalidad laboral conduce a un empleo desprotegido que empuja a la población trabajadora a dicha condición, hacia la individualización y autosuficiencia precaria. Esto hace que las trabajadoras se vean impelidas a resolver por cuenta propia, por ejemplo, contingencias de salud durante el período de trabajo, sin tener derecho a licencia médica. Por otra parte, la informalidad y el pago a trato también están relacionados, ya que, al individualizarse la incertidumbre salarial, la forma de atender la expectativa salarial es la sobreexigencia para «autoconstruir» un salario en los tiempos acotados en que se genera la oferta laboral.

La compensación económica, al basarse en un esfuerzo físico muy intenso en un breve lapso, genera una idea de alta satisfacción que permite «ignorar» otros malestares laborales ambientales, como la falta de comedores o de herramientas de trabajo de calidad, entre otros. También se apreció en algunas trabajadoras un relato favorable a la informalidad para evitar descuentos previsionales en un marco de capitalización individual, basada en una alta desconfianza en las instituciones administradoras de los fondos de pensiones (AFP). Además, dado que la entrega de protección social estatal se focaliza a las familias de menores ingresos, se espera permanecer en dichas franjas para seguir recibiendo bonos o subvenciones públicas.

3. El cuerpo ¿ausente mientras se trabaja intensivamente?

Se recopilan experiencias negativas relacionadas con la gestión de los riesgos físicos asociados a las actividades de cosecha y precosecha. La expresión más común es el miedo a tener un accidente laboral, sobre todo entre las mujeres mayores. En cuanto a los dolores, los que más se sufren son los de rodillas y espalda, los que se tratan con analgésicos y antiinflamatorios. Las trabajadoras no tienen claro qué dolencias podrían ser atribuibles al trabajo, básicamente porque durante la temporada agrícola tienen poca conciencia de sus cuerpos y, una vez terminada esta, pueden apreciarse y aparecer con mayor claridad los malestares musculoesqueléticos que podrían ser atribuibles al trabajo repetitivo. En ese período en que se atiende al cuerpo, es altamente probable que se encuentren en una situación de desempleo y término de la relación laboral, en el caso de que hubiera contratos de por medio, los cuales son mayoritariamente por «obra o faena» (sin saber cuándo terminarán, pues es discrecionalidad de la empresa o contratista empleador), por lo que, en caso de ser necesario, se acudiría al sistema público de salud como desempleada, lo que haría que dicha aflicción como consecuencia del trabajo asalariado quedara difuminada.

“Una tiene que llevar el sustento a la casa, no es que una diga pucha a la larga me voy a enfermar, en este momento una no lo ve” (temporera 6).

Desde la perspectiva de las trabajadoras, estudios previos ya habían identificado que, en lo que respecta a la protección por enfermedades profesionales, existe un sesgo negativo hacia las personas asalariadas agrícolas temporales (FAO/CEPAL/OIT, 2012). En los casos en que, aun cuando se registre una relación laboral formal y un seguro obligatorio asociado administrado por entidades privadas, como es el seguro de accidentes y enfermedades profesionales (Ley 19.740) se evidencian experiencias de no uso de dichos beneficios. Las dolencias derivadas de años de trabajo como temporera agrícola para diversos empleadores y faenas, en general, no se asocian a las características de un trabajo en particular —y en el contexto de un empleador específico—, por lo que optan por la automedicación y creen que el empleador no atenderá una necesidad relacionada con este aspecto.

“No porque una tiene que velar por una sola, remedios, todo sola. Qué se van a preocupar [los contratistas o empleadores] ¿de que a una le duela algo?, no, nada de eso” (Temporera 4).

Trabajar enferma o con afecciones en el cuerpo se ha conformado en una práctica normalizada para algunas trabajadoras, sobre todo quienes enfrentan situaciones de pobreza y vulnerabilidad social. Decisión que se afronta como una respuesta personal a una contingencia que, en el marco de un trabajo protegido, debería estar cubierta.

“Agotada o como dolores en el cuerpo… hay días que ando mal trabajando, pero lo hago po’, imagínese si yo no voy a trabajar también me paran de la pega … así que hay que luchar, porque somos pobres po’” (Temporera 7).

4. Percepciones en torno a la difusión y fiscalización de derechos laborales y ambientales

Trabajadoras y ex trabajadoras expresan un sentimiento de frustración y desesperanza respecto del cumplimiento de la labor por parte de las organizaciones gubernamentales de la difusión y fiscalización de las obligaciones laborales, de salud ocupacional, de habitabilidad y de transporte de asalariados/as temporales/as. Los territorios agro-rurales (Canales y Hernández, 2011) donde se enclavan los huertos y packing, no forman parte de la ruta habitual de supervisión y control estatal, tal y como se expresa en los relatos recopilados. Se plantea una posición crítica hacia la ejecución de la función pública, que se ejerce poco en terreno.

“¿Sabes cuántas veces fue la inspección del trabajo en todos los años que trabajé?, nunca, si me dices que las instituciones laborales están preocupadas, te digo que no y he trabajado en muchos fundos y jamás. ¿Sabes cuántas veces inspeccionaron el ministerio de transporte alguno de los vehículos a los cuales me trasladé?, nunca … al final toman decisiones desde el escritorio y así es re fácil” (ex temporera, profesional del área social).

Si en los noventa y principios del dos mil, hubo difusión de derechos laborales en las provincias de Cachapoal y Curicó, por medio del Programa de Mujeres Temporeras dependiente del SERNAM, o de entidades no gubernamentales (por ejemplo, instituciones asociadas a la Iglesia Católica u ONGs de mujeres o laborales), en la actualidad no se percibe la misma presencia de acciones de difusión de derechos. Sin embargo, la Asociación de Mujeres Rurales e Indígenas -ANAMURI- se destaca como una organización social reivindicativa, con presencia en los territorios, y que, de manera persistente, por medios de sus campañas permanentes, congresos y acciones de denuncia, incide en la difusión de derechos laborales para este sector.

Ya hace más de una década que se documentó la reducción de las fiscalizaciones, aun considerando el crecimiento del sector (FAO/CEPAL/OIT, 2012). Su escasa presencia dificulta la detección y sanción de conductas infractoras y vulneradoras de derechos. Esto es especialmente preocupante en el caso de los empleadores contratistas. Si bien los intermediarios agrícolas, llamados «contratistas», están obligados a inscribirse en un registro especial en el que conste la obra o faena en la que dispondrán de trabajadores/as, mediante una declaración jurada, tanto en el pasado (FAO/CEPAL/OIT, 2012) como en el presente, de los relatos de las temporeras se desprende que desconocen si están registrados y, en algunos casos, incluso ignoran quién es la empresa mandante del servicio.

La fiscalización de las condiciones laborales en la temporada agrícola se dificulta porque el trabajo intensivo de cosecha comienza simultáneamente en múltiples predios y huertos, al igual que las labores de empaquetado y envasado en diversos centros de trabajo, sin que perciban un aumento en el número de dotación pública para dicha tarea. Se percibe un vacío y desconfianza en materia de fiscalización, y los trabajadores y las trabajadoras temen presentar denuncias por miedo a represalias e incluso señalan la existencia de malas prácticas.

“La inspección del trabajo es doble cara, no hay que confiar al 100% porque, con las grandes empresas, el trabajador siempre va a perder, entonces no, como que no confió en él, porque al final no vai seguro con la inspección, después siempre te van a echar al agua igual” (Temporera 8).

Una de las dimensiones que presenta fragilidad en la fiscalización y que requiere ser fortalecida según los relatos de las trabajadoras, es el traslado de personas. Dado que se trata de una obligación legal disponer de traslado, los contratistas suelen utilizar furgones que antes pudieron ser usados para el traslado de estudiantes y que no siempre se encuentran en buen estado. Una de las situaciones más dramáticas, con consecuencias mortales para más de una decena de trabajadores bolivianos, ocurrió en la llamada «carretera de la fruta», que une los packing con los principales puertos del país, en diciembre de 2021. A esta carretera se la ha llegado a llamar la «ruta de la muerte»6.

Una segunda dimensión que requeriría una mayor fiscalización, según indican las entrevistadas, son las condiciones de los campamentos o lugares de alojamiento que disponen los contratistas, especialmente para migrantes bolivianos/as, en lugares ubicados en los alrededores de los huertos, en sectores rurales con baja conectividad. A partir de los relatos y de la observación etnográfica directa, se aprecia la existencia de infraestructuras adaptadas que incluyen material ligero, con escaso aislamiento interno, baja salubridad y espacios comunes reducidos, lo que conduce a un alto nivel de hacinamiento y a situaciones de violencia. También se ha observado el uso de carpas para pernoctar en terrenos habilitados por el empleador, en las que incluso se aloja a niños y niñas. Desde una perspectiva interseccional, mujeres, niñeces y familias bolivianas experimentan condiciones más precarias, articulándose una desigualdad de género con una injusticia etarea y por nacionalidad.

“Viven hacinados, viven en una pieza 8 personas, en una pieza así y camarotes camarote, y no tienen espacios” (Temporera 8).

La percepción de las trabajadoras y de la comunidad es que el Estado en materia de difusión y fiscalización de condiciones laborales, está ausente o, en palabras de las propias habitantes rurales, «dormido» en lo que respecta a la protección laboral de esta población asalariada. Paradójicamente, el país crece en hectáreas de frutales plantadas y en exportaciones que benefician a los propietarios del capital, bajo un modelo de baja protección laboral que se expresaría en una excesiva preocupación por las condiciones del fruto, más que por las personas que lo cosechan o empacan.

“El Estado ha estado dormido todos estos años ¿cuándo se vienen a preocupar?... la séptima región es de las más productivas a nivel agrícola, pero eso no se condice con el sueldo … lamentablemente se cuida más a una caja de guinda que a la temporera que la cortó … cortarla con cuidado… que quede brillante, que se luzca y ¿cuándo se lucen los trabajadores de Chile?” (ex temporera, profesional del área social).

5.- ¿Cómo se encara la inseguridad vinculada a salud, vejez y cuidado infantil?

Las dificultades que enfrentan las temporeras en materia de seguridad social en salud, vejez y cuidado infantil no son disímiles a las que enfrenta el conjunto de la población que se encuentra en los quintiles más bajos de ingresos, es decir, que se encuentra en una situación de vulnerabilidad social. Una de las primeras prioridades, como ámbito de preocupación y angustia, es la cobertura que tendrán en materia de salud, tanto la personal como del grupo familiar, en caso de emergencias médicas. Frente a la escasa cobertura y los largos tiempos de respuesta del sistema público, las contingencias de salud personal o familiar se afrontan de manera individual y privada.

“A mi esposo lo operaron de las cuerdas vocales hace dos semanas, tenía un mioma, así uno tiene su platita guardada para estas cosas, porque en el hospital nos dijeron que su operación podría ser en 4 o 5 meses más, y en cambio fuimos a Rancagua y lo operaron inmediatamente” (Temporera 9).

En un contexto de privatización e individualización de la previsión social, les inquieta que la discontinuidad laboral implica lagunas previsionales, lo que reduce la posibilidad de acumular recursos suficientes para acceder a una pensión de vejez con montos superiores a la Pensión Garantizada Universal, que es el beneficio estatal mínimo al que tiene derecho el 90 % de la población mayor de 65 años más vulnerable del país.

“Lo malo del trabajo de temporera … son esas lagunas… el que trabaja de planta no se po’, tiene buenas pensiones a lo mejor… porque una no puede, no puede ahorrar más” (Temporera 10).

Se recogieron relatos de experiencias, antes ya documentada en estudios previos (FAO/OIT/CEPAL, 2012), de no pago de la responsabilidad empleadora de la cuota descontada del salario bruto en las entidades privadas, las Administradoras de Fondos de Pensiones -AFP-, con fuertes implicancias en sus ahorros previsionales individuales, característico del actual sistema.

A partir de 2022, se crea la Pensión Garantizada Universal (PGU), que para el 2025 equivale a $224.0047 mensuales. Este beneficio que reemplazó las pensiones del pilar solidario de vejez y se puede cobrar desde los 65 años. Esta se suma a la pensión autofinanciada con los ahorros previsionales individuales. Para este sector de trabajadoras es altamente probable que la PGU se trate del único ingreso en la vejez, dada la inestabilidad estructural del mercado laboral frutícola, que, sumado a la informalidad, genera una merma en sus trayectorias laborales y debilita las posibilidades de ahorro previsional individual derivada del trabajo.

En tercer lugar, la fragilidad de las soluciones institucionales de cuidado infantil aparece en sus relatos como uno de los factores más sensibles en materia de protección para el trabajo entre las asalariadas temporales. Esta cuestión se agrava en los hogares monoparentales. El cuidado infantil y el empleo femenino están altamente relacionados, puesto que la ausencia de soluciones institucionalizadas incide en la deserción laboral femenina y, en consecuencia, en la exposición a mayor pobreza y menor autonomía económica. Las soluciones o arreglos a los que recurren las trabajadoras madres se circunscriben al ámbito familiar, siendo otras mujeres las que reemplazan dicha tarea, imprescindible para la realización del trabajo productivo en la agroindustria, en formato de trabajo gratuito o mal pagado.

“Por ejemplo mi mamá, ella me ve a la niña, pero porque tengo que pagarle, porque ella también tiene sus necesidades … sea tu mamá, sea tu papá, un familiar, cualquiera… entonces emocionalmente es una la que se tiene que dar ánimo y seguir adelante, nadie va a venir, yo siempre he dicho a mí la gente no me va a venir a dar de comer” (Temporera 6).

Aunque conocen la existencia de programas específicos de apoyo al cuidado infantil para madres trabajadoras pertenecientes al 80% de los hogares con menos recursos, como el Programa 4 a 7 de SERNAMEG, que otorga cuidado infantil de 16:00 a 19:00 horas para hijos e hijas de trabajadoras, ninguna de las entrevistadas mencionó que accede a él, ya que se ejecuta de marzo a diciembre y tiene baja presencia en territorios rurales. Tampoco mencionaron conocer o usar los Centros de Atención a Hijos/as de Personas Temporeras. Por otro lado, desde la percepción de los actuales profesionales de nivel local, se trata de programas que se ejecutan con una alta rotación de funcionarios/as porque son empleos de baja remuneración, lo que según su visión merma la calidad de su ejecución.

6. ¿Dónde ven la presencia del Estado las trabajadoras temporeras?

Dado el carácter estacional del empleo, las temporeras chilenas adultas, se relacionan preferentemente con el Estado desde su condición de madres en situación de pobreza, más que como trabajadoras asalariadas, lo que tiene un impacto en el reconocimiento social de su condición de sujetas activas en el ámbito productivo. Identitariamente, fluctúan anualmente y de manera sucesiva, entre ser trabajadoras frutícolas y no serlo, pues en el invierno están principalmente desempleas, por lo que se construyen desde la identidad de dueña de casa.

“Cuando recién me vine me daban unos bonos, fui a la municipalidad a unos programas de ahí … ya no me acuerdo, era como un bono que tenía que asistir allá para que me lo dieran, era poco, pero igual me servía en ese entonces … como dueña de casa… … yo estaba sola con mis hijos, más que nada por eso” (temporera 11).

Observan con distancia el papel del Estado como garante de sus derechos laborales y de la protección social de su condición de trabajadoras asalariadas. Al mismo tiempo, muestran un distanciamiento con la participación política o de carácter reivindicativo laboral, como se evidencia en la baja participación en organizaciones sindicales, como lo muestran los datos de la encuesta CASEN 2022, que no superan el 1,5 % entre los/as trabajadores/as temporales de la rama de la agricultura, ganadería, silvicultura y pesca. Asimismo, se revela una baja confianza en que la política vaya a mejorar sus condiciones laborales y de previsión social, “Que saco con ir a votar, va a ser lo mismo, prometen muchas cosas” (Temporera 2).

Las temporeras cristalizan principalmente su percepción respecto al Estado en un nivel local, es decir, en la figura de los municipios. Reconocen el papel de las instituciones públicas locales, básicamente en la protección social provista por el Estado, focalizada en información para acceder a los derechos de salud pública a través de la red de atención primaria de salud y de educación a través de la red pública. Desde el punto de vista de género, un hallazgo relevante es que visibilizan el apoyo que reciben del Estado a través de los Programas de Atención a mujeres víctimas de Violencia Intrafamiliar.

Como las entrevistas se realizaron tras la pandemia, una de las medidas más valoradas por las empleadas temporales chilenas durante el período de excepcionalidad de la pandemia de la COVID-19 fue el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), otorgado a los hogares pertenecientes al 60 % más vulnerable según el Registro Social de Hogares. Este ingreso permitió que las familias contaran con protección social y les otorgó tranquilidad económica frente al repliegue del trabajo asalariado debido a la contingencia sanitaria.

Discusión y conclusiones

Frente al boom de la fruticultura de exportación, a partir de la modernización globalizada (Canales y Hernández, 2011), analizada a partir de relatos de mujeres temporeras, concluimos que la precariedad y la desprotección laboral y social de este sector se manifiestan con desigualdades de género. En términos cuantitativos, las mujeres están más afectadas que los hombres por la inestabilidad laboral, ya que son estos últimos los que acceden en mayor proporción a empleos permanentes. Por otro lado, las lagunas previsionales denunciadas afectan de manera más aguda a las mujeres, pues en la normativa chilena se jubilan cinco años antes, por lo que alcanzan a reunir menos fondos en sus cuentas de capitalización individual, y además se les calcula la cuantía de la jubilación en función de una esperanza de vida superior a la de los hombres. En tercer lugar, al delegarse en ellas culturalmente la responsabilidad casi exclusiva de las labores domésticas y de cuidado, la intensidad del trabajo agroindustrial en los tiempos más acotados que impone el monocultivo implica tensiones temporales, corporales y en el descanso. Finalmente, la desincronización de los tiempos de trabajo productivo con los reproductivos genera tensiones en los roles de cuidado. En consecuencia, se produce una intersección entre precariedad laboral e inestabilidad personal y familiar debido a la sobreresponsabilización del trabajo reproductivo y doméstico, algo que no ocurre de la misma manera en el caso de los temporeros.

Los relatos reflejan la individualización y la vulnerabilidad a la hora de afrontar los riesgos (Martínez, 2007). Y de manera más aguda, se aprecia la existencia de un exceso o desmesura laboral (Araujo y Martuccelli, 2012) como manifestación de sobreesfuerzo y autoexigencia, especialmente en el plano físico y de la salud, pues como el salario se autoconstruye y como no siempre se maneja a cabalidad la información acerca del valor de la unidad de medida, tratan de intensificar al máximo el ritmo como mecanismo para alcanzar certeza. Porque además tampoco saben cuánto va a durar cada faena agrícola. En un contexto de dificultades estructurales más amplias, con baja organización sindical y capacidad colectiva para encauzar demandas de carácter más grupal, en el sector se confirma la noción de producción como sujeto fugaz de un trabajo asalariado breve, pero que se repite todos los años, que se las «arregla por sí solo» y al margen de las instituciones del mercado laboral (Araujo y Matuccelli, 2012).

El crecimiento del actor empleador se da en una relación asimétrica con la presencia de actores estatales que protegen los derechos laborales. Con mayor énfasis que en otros sectores de la economía, la agricultura ha tenido una tradición de debilidad en el equilibrio entre empleadores y trabajadores/as, por lo que la capacidad de autorregulación de las partes es frágil. El acceso a la protección laboral para los empleos formalizados estaría asociado a un salario -que se autoconstruye- y a las cotizaciones previsionales y de salud -cuando es un empleo formalizado-, pero es limitado tanto en cobertura como en calidad. La creciente mercantilización individual de los riesgos de las políticas laborales de corte productivista supone un énfasis en una empleabilidad desregulada y flexible que se produce en situaciones de fragilidad de los derechos laborales históricos y con probables bajas referencias a los nuevos derechos, por ejemplo, asociados a la conciliación del trabajo y la familia o a la prevención del acoso. Para las trabajadoras temporeras madres, el cuidado de sus hijos e hijas mientras trabajan es una cuestión personal, lo que da lugar a un enfoque privado de un problema que debería tener carácter social y colectivo.

La percepción de vacío en materia de fiscalización aumentaría el sentimiento de orfandad e incidiría en la tendencia a centrarse en la lógica del rendimiento personal exacerbado para hacer frente al desempleo (meses azules en la agroindustria) o para tratar alguna dolencia cuando se está desempleado, asociada a movimientos repetitivos y exigencias de la propia tarea agrícola, que se invisibilizan mientras se está trabajando.

Dada la tradición de género, las mujeres tienen una relación mayor que los hombres con los dispositivos públicos de protección de las familias en situación de pobreza. De hecho, el Estado se hace visible para las temporeras en los territorios rurales a través de los gobiernos locales (municipios) y de los servicios locales de salud y educación. Aprecian una relación con el Estado como proveedor de prestaciones en su condición de madres en situación de vulnerabilidad social. Puesto que, en los meses azules, de no temporada, la mayoría tiende a estar desempleadas y se identifican con el rol de dueñas de casa. Por eso, su relación con el aparato público se centra en instituciones locales de salud (Centros de Salud Familiar), vinculadas a la educación y protección de la infancia, y en menor medida, aunque se trata de una arista novedosa, pues en el pasado este problema estaba muy invisibilizado en los territorios rurales, reconocen el papel público en la prevención y protección frente a la violencia intrafamiliar.

El empleo en la agroindustria genera autonomía económica, pero en condiciones precarias, tal y como se ha descrito bajo la noción de emancipación precaria (Valdés, 2021). Esto se consigue a costa de ritmos de trabajo sacrificiales que deben compatibilizarse con la obligatoriedad del trabajo reproductivo, con baja corresponsabilidad. Para hacer frente a las demandas salariales, aquellas con más experiencia actúan como voceras ante los contratistas, primando el miedo a posibles consecuencias negativas como el despido. Se observan limitaciones en la acción social colectiva. Paradójicamente, a pesar de reconocer y describir ampliamente las dificultades laborales a las que se enfrentan, las entrevistadas en general no muestran interés en movilizarse para demandar mejoras laborales, previsionales o de seguridad social. El miedo y el desinterés a participar en organizaciones reivindicativas se deben a la creencia de que no es posible abordar los problemas de manera grupal ni negociar con instituciones la mejora de las condiciones laborales. Surge la idea de adaptación a la precariedad (Sennett, 2000). En cambio, si les bajan los precios o deterioran las condiciones ambientales de trabajo, buscan otro empleador o trabajan más horas, aumentando la intensidad de la tarea o teniendo dos o más empleos simultáneos.

No obstante, existen organizaciones de carácter nacional como ANAMURI, con 26 años de trayectoria, y el Sindicato Nacional de Asalariadas de la Tierra y del Mar, perteneciente a ANAMURI, que desempeñan un papel activo en la denuncia de atropellos contra los derechos fundamentales de las trabajadoras. Reconocen que las prácticas de empleadores, contratistas y jefaturas se caracterizan por el escaso cumplimiento de las leyes laborales y por imponer condiciones inseguras, insalubres y de trabajo a presión. Son críticas con el Estado, ya que consideran que está ausente en gran medida, lo que se refleja en la falta de una fiscalización adecuada (Anamuri, 2012).

Concluimos que, en la actualidad, la tendencia de las temporeras es hacer frente a la desprotección laboral con soluciones individuales, también precarias, ya que basarse en la mercantilización de la gestión de riesgos implica una alta vulnerabilidad. Por ejemplo, intensificando el trabajo (cosechando más rápido o haciendo dos turnos), con el objetivo de acumular lo ganado en la temporada y hacer frente al desempleo en los meses «azules». Otra opción es seguir trabajando después de haber cumplido la edad de jubilación y asumir individualmente los riesgos de la vejez. También se puede recurrir al sistema público en caso de dolencias derivadas del trabajo, pero renunciando a su condición de trabajadoras asalariadas, ya que se quiere evitar «presionar» al sistema (en el caso de las trabajadoras formalizadas) y, al mismo tiempo, no dejar de trabajar mientras dure la temporada. En definitiva, se han conformado trayectorias laborales basadas en la sobrecarga de responsabilidades o autorresponsabilidad.

Finalmente, cuando se observan las condiciones laborales desde el enfoque de género y se focaliza en las tensiones entre el trabajo productivo y las demandas de cuidado, en este grupo estudiado aparece la estrategia de la familiarización de la protección. Según la noción de Paugam (2012), el vínculo que más aparece como forma de protección y reconocimiento es el vínculo de filiación, ya que contar con solidaridad intergeneracional para el cuidado de personas dependientes mientras se trabaja en el mercado laboral agrícola, para atender situaciones de salud derivadas del trabajo o para “apañar” las vulnerabilidades de la vejez recae principalmente en las familias. Más que en el vínculo social de participación orgánica con el mercado laboral (Paugam, 2012).

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1 Este artículo presenta resultados del proyecto ANID/Fondecyt/Regular núm. 1240510, por lo que agradecemos el financiamiento de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID). Y de proyecto anterior ANID/Fondecyt/Regular núm 1210665.

2 También se entrevistó a mujeres migrantes latinoamericanas, pero que no forman parte de este análisis, sino de la investigación mayor.

3 Cálculos propios realizados en base a la encuesta CASEN ٢٠٢٢.

7 229 dólares a tasa de cambio 05.04.2025