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870 Fizeshi, Оkolnycha, Zhyhora, Tsukanova, Shevtsova
Interacción y Perspectiva. Revista de Trabajo Social Vol. 15(3): 2025
Por su parte, el modelo de capacidades humanas, desarrollado por Amartya Sen (2009) y Mar-
tha Nussbaum (2012), ha complementado las propuestas freirianas aportando un marco filosófico
que vincula educación y justicia social. Esta perspectiva filosófica- pedagógica evalúa los procesos
educativos, no por su valor instrumental para el crecimiento económico, sino por su capacidad para
expandir libertades sustantivas que permitan a las personas vivir vidas “que valga la pena ser vivi-
das” (Nussbaum, 2012, p. 16). En contextos del Sur Global, esta visión ha orientado políticas que
trascienden los indicadores de cobertura para centrarse en cómo la educación combate la exclusión
social y la pobreza.
Por su parte, el constructivismo social, al decir de Pinto et al., (2019) ha aportado metodologías
que reconocen los saberes locales, promoviendo diálogos que desafían la hegemonía epistemológica
occidental. En su desarrollo dialéctico, estas corrientes, al articularse con movimientos sociales y
políticas progresistas, han generado experiencias educativas transformadoras adaptadas a la especifi-
cidad de cada contexto. Por lo tanto, los desafíos actuales exigen recuperar estas tradiciones críticas
para formar docentes capaces de responder a problemas como la xenofobia, el cambio climático o la
colonialidad digital.
En un catálogo de los modelos más actuales para las realidades sociales del siglo XXI, debe
mencionarse también el modelo de competencias, el cual reorganiza la formación docente al priori-
zar habilidades aplicables a contextos reales, como la gestión de aulas multiculturales o la mediación
en entornos con alta desigualdad socioeconómica. En palabras de Vargas (2008), este paradigma,
implementado en sistemas educativos diversos, integra tres dimensiones: conocimientos disciplina-
res, prácticas situadas y reflexión ética sobre el impacto social del quehacer pedagógico.
Un docente formado bajo este modelo adquiere capacidad para diseñar estrategias que miti-
guen la brecha digital, promoviendo el acceso crítico a tecnologías en comunidades marginadas.
Sin embargo, su aplicación enfrenta desafíos cuando las políticas educativas priorizan estándares
cuantificables sobre procesos cualitativos, reduciendo la enseñanza a la mera certificación de habi-
lidades para el lucro (Nussbaum, 2016). Por lo tanto, la verdadera potencia de este enfoque radica
en vincular las competencias docentes con la transformación de realidades locales, donde maestros
capacitados en este modelo sean capaces de integrar saberes comunitarios al currículo oficial, forta-
leciendo la identidad cultural y la cohesión social de los estudiantes.
En este orden de ideas, la formación docente desde el modelo reflexivo, inspirado en las ideas
de Schön (1983), convierte al aula en un laboratorio de análisis crítico donde se deconstruyen prác-
ticas normalizadas, como el castigo físico o la exclusión por rendimiento académico. Desde las coor-
denadas de este modelo, se exige que los maestros examinen sus prejuicios culturales y replanteen
su rol ante problemas como la violencia intrafamiliar o la migración forzada, comunes en contextos
latinoamericanos y del Sur Global en general.
Por último, el modelo de indagación transforma al docente en un facilitador de preguntas
incómodas que interpelan realidades injustas, como la contaminación industrial en zonas escolares
o la discriminación étnica en materiales educativos. Al decir de Camacho et al., (2008), si se logra
guiar a los estudiantes en investigaciones sobre problemas de su entorno, como la escasez hídrica o
la violencia de género, los maestros desarrollan habilidades para articular proyectos interdisciplina-
rios con impacto comunitario. De hecho, en Brasil, profesores de escuelas públicas utilizaron esta
metodología para crear mapas colaborativos de riesgos ambientales, involucrando a familias en la
denuncia de industrias contaminantes (Polman & Scornavacco, 2022).